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Comarca Nordeste de Segovia



Personajes del Nordeste

Sherlock Holmes y el polen de los girasoles

Alberto (prefiere que no figure su apellido): veterinario rural, trabaja en la unidad veterinaria de Sepúlveda. Tiene 56 años y muchos, demasiados años de profesión; eso sí, vocacional a tope. Destila experiencia desde los “Buenos días”, se mueve en el campo como pez en el agua. No es tan fácil seguirle el ritmo.

El encuentro

Entro a la unidad de Sepúlveda y pregunto por otro veterinario que ya no trabaja allí e Iñaki, un administrativo de pelo muy largo me informa de que es “Alberto” quien está al frente en este momento, le ruego que me lo llame. Aparece un hombre enjuto, calvo, con un lunar en forma de mapa coronando su ojo izquierdo, una marca distintiva que lo hace único, como su forma de dar instrucciones o de relacionarse con la gente. Le explico que tengo que escribir una crónica sobre diferentes perfiles de la comarca y que para ello necesito seguirle durante una jornada laboral entera, ser su sombra en esas ocho o diez horas, para poder narrarlo, y también le digo que si entrego una mierda de crónica no me darán el trabajo, ya que la suya sería la primera, el piloto, la prueba. Me clava la mirada un par de segundos, como si me estuviese estudiando, y después me contesta serio, diría que empático o incluso solidario: “Te espero mañana a las 9:30 en punto, saldremos a hacer trabajo de campo”.

La jornada comienza

Al día siguiente es viernes, el clima está de nuestro lado, ideal para exteriores. Cuando entro a la unidad me recibe Julio, el técnico pecuario, el que acompaña a Alberto en sus trabajos de campo. Despúes de compartir una jornada con ambos podría decirse que es una especie de Watson, de los tantos Watson que acompañan a los Sherlock Holmes de turno, el nuestro es un Holmes que se llama Alberto y trabaja descubriendo cosas: colmenas que no están en su sitio o que directamente no están, vacas con tuberculina, camiones sanitarios que deberían llevar cosas que no llevan, y más misterios de la salud pública.

“Coge los tubos de tapón rosa para sacarle sangre a las vacas de Javier”, le indica al técnico pecuario antes de salir y este le contesta que son violetas, pero nuestro veterinario insiste en que son de color rosa. En el coche nos dirigimos a la granja del tal Javier, pero primero tenemos que pasarnos por otras dos. Durante el trayecto nos cruzamos con un zorro y Alberto comenta que está muy delgado, deformación profesional, me inclinaría a pensar, ¿quién puede darse cuenta de esos detalles si no pertenece al gremio?. En la primera granja nos recibe otro veterinario, abre las puertas de un camión nuevo, larguísimo, vacío por dentro y muy limpio; Alberto le pregunta por qué no ha puesto la pegatina de transporte de animales vivos, “ya lo haré”, le contesta el otro. “Pronto... –le espeta Alberto–, que las cosas se te olvidan muy rápido a tí. Por cierto, ¿cómo estás de la pierna?”, a lo que el otro veterinario responde “continúo cojo”.

En la segunda granja somos recibidos por un coro de mugidos cañeros, porque a aquella treitena de vacas no les hace gracia que las vacunen; Alberto se baja con un aparato que se llama  distanciómetro (según me entero en ese preciso instante) y comienza a medirlas mientras David, un veterinario joven y espigado, decide vacunarlas una a una con una jeringa gigante. Los ganaderos las colocan en fila y las insultan impacientes: “¡Hala, camina, puta, cabrona!”. Entre los insultos, la voz de nuestro protagonista se abre paso, ajena y segura, para enunciar una serie de números que son apuntados por el técnico pecuario. En ese momento piso estiércol y agradezco a la vida llevar puestas las calzas que me facilitaron al bajar del coche; resulta humillante mi torpeza ante la destreza de aquel grupo. De momento continúo siendo la única mujer, y hasta acabar con la jornada no aparecerá ninguna otra. Tierra de hombres, me digo.

El mundo rural

Cuando reanudamos el recorrido atravesamos un paisaje impresionista: un ejército de girasoles emerge a un lado de la carretera; nuestro Sherlock Holmes comenta algo sobre el polen de los girasoles e intercambia una serie de términos demasiado técnicos con su Watson, como solo un par de científicos pueden referirse a algo tan bello. A la altura de Sotillo paran el coche y un hombre diminuto se acerca a la ventanilla: “¿Tienes todavía las vacas de una sola teta?, le pregunta Alberto al hombre pequeño, a lo que este responde que aún conserva dos. “Pues pásate a por la ficha de establo”, remata, y luego se despiden cordialmente. Me parece un diálogo surrealista, pero me gusta. A Alberto todos le llaman por su nombre, nadie le trata de “doctor”, aunque le respetan, eso seguro. Paramos a mediodía en el bar de El Olmo y Juan Andrés, el tabernero, nos pone un café que no tardamos ni cinco minutos en terminar y continuamos con nuestra marcha; debo reconocer que aquel ritmo comienza a cansarme un poco. Cuando llegamos a la granja del tal Javier, el de las vacas a las que hay que extraerles sangre para meterlas en tubos con tapones rosados, o violetas (a estas alturas ya me da igual), este nos recibe con una sonrisa. En realidad, las sonrisas se han mantenido presentes a lo largo de toda la jornada, me pregunto si será mérito de Alberto, de su técnico pecuario, de la profesión veterinaria, del medio rural o de todo un poco. “No las tengas aquí, llévalas a la pradera, Javier”, le sugiere imperativo nuestro veterinario al ganadero, y este asiente, dice que de allí acaba de traerlas, refiriéndose a un espacio más amplio y menos restringido que el corral. A continuación, se les saca sangre a una decena de vacas que todos esperamos que no tengan tuberculina.

El hombre detrás del veterinario

El camino de vuelta es más dialogado, me atrevo a hacerle preguntas más personales a nuestro protagonista, me cuenta que es de origen rural también, de Lastras de Cuellar, y mellizo de otro hermano ganadero. El resto de su familia, los demás hermanos y su padre se han dedicado todos a la ganadería y a las actividades rurales; luego me asegura que lo suyo es vocacional. Y le creo.

Después de bajar las muestras del coche se adentra en la unidad veterinaria y comienza a procesar en el ordenador los datos recogidos en las granjas, me explica que ya nadie le atenderá por teléfono un viernes a las dos de la tarde en Segovia, que no tiene sentido hacer llamadas. Continúa ingresando datos, parece bastante diestro con el ordenador; me cuenta que los ganaderos le tienen pánico a la tuberculina, un fantasma que los acojona bastante. “Los veterinarios tenemos muy buen rollo entre nosotros, no pasa lo mismo con otras profesiones”, me comenta al despedirme y también me dice que la gente de ciencias suele ser muy introvertida, como disculpándose por adelantado. Sin embargo, él ha resultado un tío ameno, enamorado de lo que hace; sobre el final me estrecha la mano ceremonioso, o quizás temeroso de lo que pueda contar sobre su mundo. No tiene por qué.

Este reportaje forma parte de la serie  "Historias de labor y tierra" escritos por Evangelina Gutierrez, un viaje por las labores que dan vida a nuestra comarca.