
Editoriales
La política del desencuentro
La última sesión plenaria de la Diputación de Segovia ha dejado, una vez más, un panorama desolador para quienes creemos en la política como herramienta de transformación y progreso. Entre minutos de silencio protocolarios y cruces de acusaciones, asistimos impotentes a la escenificación de una fractura institucional que se agrava con cada nuevo encuentro.
La soberbia institucional ha alcanzado cotas preocupantes cuando, en lugar de tender puentes, se opta por el reproche público: "ha echado mal las cuentas o miente", espetaba un diputado a su homóloga de IU. ¿Es este el nivel de debate que merecen los segovianos?
Esta triste realidad no es exclusiva de la Diputación de Segovia. El mismo patrón de desencuentro se reproduce, con preocupante similitud, en las Cortes de Castilla y León, donde el debate parlamentario ha sido sustituido por un intercambio sistemático de reproches que paraliza la acción legislativa. En el Gobierno de la nación, la polarización ha alcanzado niveles históricos, convirtiendo cada sesión parlamentaria en un espectáculo mediático donde prima la descalificación sobre la propuesta.
Más alarmante aún es comprobar cómo esta dinámica tóxica se ha filtrado hasta los municipios más pequeños, donde ayuntamientos que apenas gestionan recursos mínimos reproducen las mismas lógicas de enfrentamiento, bloqueando iniciativas por el simple hecho de provenir del "bando contrario".
Lo más preocupante de todo es que esta cultura del desencuentro ya no se limita a las instituciones, sino que ha permeado profundamente en la sociedad. Los ciudadanos, influidos por un clima político de permanente confrontación, replican en sus conversaciones cotidianas los mismos esquemas divisorios, generando un ambiente de crispación generalizada que dificulta el entendimiento entre vecinos, amigos e incluso familiares. La convivencia social se resiente gravemente cuando el debate político abandona la racionalidad para instalarse en la trinchera emocional.
Especialmente preocupante resulta el papel de los medios de comunicación locales y regionales, convertidos en meros transmisores de notas de prensa institucionales, sin análisis crítico ni contexto. El panorama mediático de Castilla y León ha abandonado su función de contrapoder para abrazar una comodidad informativa que rehúye la investigación y el contraste de fuentes.
Esta dinámica perversa se retroalimenta: políticos que no dialogan, medios que no cuestionan y ciudadanos cada vez más alejados de unas instituciones que deberían representarles. El resultado es un progresivo vaciamiento democrático donde las formas se mantienen, pero el fondo —el verdadero espíritu de servicio público— se desvanece.
Nuestro pueblo, nuestra provincia, nuestra región y nuestra nación merecen más que este espectáculo de reproches cruzados. Merecen representantes capaces de aparcar diferencias ideológicas cuando el bien común está en juego. Merece medios de comunicación valientes que fiscalicen el poder sin complejos. Y, sobre todo, merecen espacios de participación donde la voz ciudadana no sea un elemento decorativo, sino el verdadero motor del cambio.
La pregunta que queda en el aire es sencilla pero inquietante: ¿sirve esta dinámica política para mejorar la vida de los ciudadanos? La respuesta, a juzgar por los hechos, resulta desalentadora. Mientras continúe la estrategia de confrontación permanente, mientras el partido gobernante persista en su actitud de impermeable superioridad y mientras la oposición se limite a la crítica sin propuesta, el único perdedor seguirá siendo el ciudadano.
