
La opinión de nuestros lectores
La vida invisible: el heroísmo cotidiano de las mujeres en la Castilla rural de los años 50
La opinión de nuestros lectores: Víctor Águeda, Alconadilla
Cuando hablamos del modus vivendi en los pueblos de Castilla en los años 50 del pasado siglo, nos dejamos a veces llevar e incidimos con frecuencia más en los oficios y quehaceres habituales que hacían los hombres, y nos olvidamos, o no explicitamos lo suficientemente, la labor diaria que hacían las mujeres.
Recordamos a los hombres cuando iban con el carro a acarrear, a por leña de encina en la penumbra del monte enmarañado de brozas y rastrojeras; cuando tocaba tirar los muladares por las tierras de barbecho haciendo trescuelas, o cuando caminaban con la reja al hombro a enmendar los desarreglos a la fragua... Pero hablamos poco del entorno de las mujeres y de sus quehaceres habituales.
No se habla de las despensas, llenas de ollas, de pucheros ennegrecidos a la lumbre y cacharros esparcidos por doquier, en donde las mujeres debían racionar el menú diario, escaso, por cierto. No se habla de los fogones ni de lo que tenían que sufrir fregando a diario con agua fría.
La carga invisible de la maternidad
La descendencia normalmente era alta y el cuidado de los niños desde muy pequeños solía correr a cargo fundamentalmente de las mujeres, con todo lo que eso conllevaba. ¿Quién de nosotros puede recordar si nuestro padre se encargaba de ayudar en la tarea diaria del cuidado de alguno de nuestros hermanos pequeños?
En suma, ellas tenían que preparar la mesa, la comida y fregar los cacharros con el agua que alguien había traído con los calderos de la fuente. Ellas, las mujeres, tenían que hacer la compra y preparar la comida diaria con lo justito que tenían. Cuando iban a la compra, repasaban con mucho tiento con sus arrugados dedos las muescas que faltaban en la tarja donde se racionaban los productos más importantes que controlaba el ambulante de turno.
El trabajo sin descanso
Se habla que los hombres cuando iban a la fragua o a la carpintería a reparar los desarreglos del arado, del yugo o del carro, y que, mientras el herrero hacía la tarea, ellos fumaban un celta o un cuarterón, pero no se habla de las mujeres que con el caldero ajustado a la cintura iban al río, a lavar la ropa con el agua que corría en aquel momento, a veces medio congelada. Y después de lavar, a cargar de vuelta a casa con la losa y el canasto de la ropa mojada para tenderla en el balcón, a planchar…
Había que limpiar las casas, que eran grandes y se ensuciaban continuamente con los barros que las abarcas de los hombres arrastraban de las tierras y de las calles sin pavimentar. Los escasos dineros no daban para comprar mucha ropa, por ello las mujeres trabajaban en la rueca, en hacer la ropa y en el arreglo diario del zurcido de calcetines y piales.
Las artesanas olvidadas
Por tanto, no menos importante era, allá por aquel entonces, la callada y dura labor de las mujeres. Se habla mucho del día del esquileo, de los florones que se tomaban al esquinar al mureco, de lo habilidosos que eran los hombres en el manejo de las tijeras, pero no se habla del siguiente proceso, que lo hacían las mujeres: una vez esquilada la oveja, se lavan bien los vellones y se dejan secar. A continuación, se pasan por las cardas y se hacen madejas que se van atando a la rueca. Con la rueca sujetada bajo el brazo, para que las manos queden libres, se sacaba la lana y se iba enrollando alrededor del huso, luego se enroscaba al devanador y, por último, se hacían los ovillos, y esto era oficio de las mujeres.
Pero, además, las mujeres también tenían que colaborar en las tareas del campo en circunstancias especiales, como era el escardar, el segar y en las labores finales de la trilla en las eras, las más importantes, por cierto.
Sin tiempo para el ocio
Hablamos de los hombres en sus ratos de descanso, se comenta que iban a jugar al frontón o a la cantina. Pero, ¿cuál era el esparcimiento de las mujeres? Las mujeres se atareaban de continuo sin hacer mucho ruido en aviar la casa y todo lo que ello conllevaba. Pocas veces se las veía descansar, todo lo más, cuando acababan de arreglar la casa y caía la tarde, se reunían en algún portal, corral o en la misma calle, pero al tiempo que conversaban no dejaban la tarea de apañar la ropa de cada día.
Ese era su descanso, pero nunca perdían el tiempo, siempre estaban ocupadas, charlaban, pero no dejaban de faenar en la ropa, zurcir o apañar los calcañales con el molde de una bombilla o una piedra de guijarro. Y ya anochecido, en tiempos fríos, porque al invierno no se lo comían los lobos, se frotaban y cogían los codos abrazadas a ellas mismas, bajaban la cabeza para eludir algo el cierzo, cruzaban la calle componiéndose con las manos la falda y la rebeca y se recogían en casa, luego encendían los candiles y carburos y preparaban la cena, como todos los días.
El ingenio frente a la escasez
En tiempos de invierno ponían agua al fuego en algún cacharro de la cocina para llenar las bolsas de agua y calentar un poco las sábanas. No bastaba el calor del vaho que generaba el ganado de abajo, de las cuadras, había que preparar bien el brasero para colocarlo debajo de la mesa para cenar. Las mujeres siempre estaban disponibles, ligeras y laboriosas. Todo lo más, a veces, para descansar un momento, se amodorraban un ratito en la silla.
Normalmente llevaban de continuo puesto el mandil que estiraban a menudo con sus manos cansadas, y se ponían la rebeca para resguardarse del frío. De jóvenes cuidaban sus escasos vestidos, su pelo al viento, y algunas lo llevaban recogido en preciosas trenzas, pero ya de casadas, no miraban mucho el aparentar y recogían su pelo en elaborados moños que podían durar días y días. Así vivían y trabajaban las mujeres por aquel entonces.
