Reportajes
La “economía circular” analizada desde el carácter castellano
Decía uno de los más afamados conflictólogos, Von Clausewitz, que la guerra no era más que política usando medios alternativos (y no tan pacíficos). De la misma forma, también muchos filósofos del siglo XIX estudiando la cultura, nos alumbraron que todo acto por minucioso e insignificante que parezca contiene una relevante dimensión política y económica. De esta forma, economía, política y guerra son tres dimensiones (o estados) de una misma materia que son las relaciones humanas, al igual que el vapor o el hielo son dimensiones del agua.
Pero no son antagónicos entre sí. Pues hay política en la guerra, política de guerra y economía de guerra, entre otras combinaciones, cuya definición se complica aún más cuando hablamos del gradiente que existe entre ellas, como por ejemplo entre la paz y la guerra y sus muchos estados intermedios. Incluso la interpretación marxista de la historia llegaría a decir que toda paz es una subyacente guerra encubierta entre dominantes y gobernados.
Siguiendo todas estas reflexiones, contradictorias a veces entre sí, cuesta pensar que la emergencia del paradigma de la “economía circular” sea una mera casualidad, ni tampoco una azarosa idea que ha emanado desde ningún lado y que está siendo patrocinada, financiada y apoyada por las instituciones de alto gobierno europeo, donde el Nordeste de Segovia, como suelo español, se encuentra inserto.
Para aclarar sobre el qué hablamos, podemos definir la economía circular como un modelo de consumo que ha incluido la Unión Europea en su Pacto Verde, con la que la UE pretende organizar una transición desde la vigente economía consumista (basada en el axioma de ‘usar y tirar’) hacia una economía donde predomine el reciclaje, la reutilización y el aumento de la vida útil de los bienes de consumo. No obstante, se busca que esta transición no revierta ni altere los pilares del actual modelo productivo, como si nuestro modelo actual no se asentara en el fundamental consumo de materias primas no reciclables. Como si fuera prescindible o reutilizable el coltán con el que funcionan los más de 54 millones de teléfonos móviles con línea útil en España. O cómo si el gas natural o los productos derivados del petróleo que utilizamos para calentarnos, mover nuestros automóviles o para vestirnos, pudieran regenerarse en menos de 10 millones de años.
No hay predisposición para cambiar este tipo de “menesteres menores” bajo los que se asienta nuestra civilización occidental. Sin embargo, sí que hay interés político (y económico o bélico, como se le quiera llamar) por cambiar las pautas de consumo. Europa ha sido históricamente la fábrica y mercado mundial. En cifras más o menos exactas, entre 1895 y 1915 el 80% de las manufacturas mundiales se consumían en Estados Unidos y Europa. A modo de ejemplo de la deriva europea, el país más histórica y prontamente industrializado, Reino Unido, producía en 1840 el 32% de la producción mundial, descendiendo al 23% en 1880 y al 17% en 1913. Actualmente Reino Unido ni siquiera se encuentra entre los cinco países más industrializados, donde el único europeo es Alemania que apenas consigue un 5,78% del total de la producción industrial mundial.
Este es el proceso de deslocalización de la industria. Las empresas industriales han ido paulatinamente trasladándose a regiones del mundo comparativamente más baratas. De esta forma China se ha convertido en el país más industrializado del mundo, donde casi duplica la producción industrial de Estados Unidos (28,7% frente al 16,8%). Esto ha convertido a China en el principal productor de bienes de consumo, habiendo inundado nuestros mercados de productos ‘made in china’. Sin embargo, Europa sigue siendo un consumidor porcentualmente importante, pues de los 37,8 billones de dólares que consumen los 20 países más ricos del mundo, casi el 16% corresponden a países de la Unión Europea (unos 6 billones aproximadamente).
Esto tiene una implicación fundamental: conforme la Unión Europea sigue consumiendo bienes, se empobrece porque requiere traerlos desde fuera de sus fronteras; mientras que países donde la industrialización tardía se ha asentado, se enriquecen a nuestra costa. Entre estos países podemos encontrar, por ejemplo, China, un país que entabla hoy en día una “silenciosa” guerra económica (comercial, se dice en los tabloides de filiación americana) con Estados Unidos y sus países aliados.
No obstante, el ataque que supone la disminución del consumo en la Unión Europea para la economía china no es un motivo que agote la explicación del por qué se promocionan (ahora) desde los gobiernos occidentales las políticas verdes. Obviamente una sociedad con una extendida y cuidada conciencia medioambiental, como España, siempre entenderá mejor destinar enormes partidas de presupuesto público, cuando éstas puedan generar casi 8.000 puestos de empleo; como garantizaba la Ministra de Industria Reyes Maroto, en relación a la descarbonización. Siguiendo este hilo argumental, la visión desde una “ecología política” nos permite entender como en Estados Unidos la ‘industria verde’ se ha propuesto como principal estabilizador de la inflación, donde para reconvertir la producción hacia un modelo “sostenible” se prevé la concesión de casi 400.000 millones de dólares a bajo interés, recogidos en la Ley Norteamericana de Reducción de la Inflacción (IRA).
Este análisis político respecto a la “economía circular” debe abordar los beneficios económicos y territoriales para nuestra comarca, como el aumento de la demanda de trabajadores y la repoblación; pero también existen peligros que debemos vigilar, pues la implantación y consolidación de energías renovables (como la eólica) ya ha dado muestras del carácter siempre polémico que traen consigo. Vemos como el Nordeste de Segovia está siendo simultáneamente asediado por ambas fuerzas a priori antitéticas: por un lado, la pulsión de cultivar nuestra tierra de molinos de viento o plantaciones de placas fotovoltaicas, con las que además de poner en peligro la biodiversidad (con especial foco al buitre y otras aves de gran tamaño), ensucian un paisaje como el nuestro, que adquiere un peso progresivamente mayor en nuestra economía convirtiéndose en un motor de desarrollo gracias al turismo. Pero, por otro lado, el prisma alternativo “no tan verde” busca convertirnos en un erial hostil, infértil e inhóspito, mediante el extraccionismo más desaforado, cuyo peligro se proyecta como una sombra cada vez más palpable en los pueblos de Castillejo, Duruelo, Barbolla, los Cerezos…
La apuesta desde la “economía circular” por el comercio de proximidad y con un menor embalaje, si bien creemos que puede servir para revitalizar el comercio y la producción territorializada frente a las grandes multinacionales, en el caso de nuestra comarca el beneficio puede ser bastante limitado. La escasa industria de transformación agroalimentaria en el Nordeste y unos campos generalmente enfocados al forraje no parecen ser factores para presagiar expectativas demasiado halagüeñas en cuanto a los beneficios económicos de una apuesta decidida por el “consumo de proximidad” aparejado a la economía circular. Si puede ser, por el contrario, una oportunidad de negocio por explotar que sirva para diversificar el tejido empresarial de nuestra comarca, con incipientes proyectos relacionados ya en marcha como, por ejemplo, los que están levantando desde la ‘Plataforma contra la mina del Nordeste’.
De cualquier manera, como vemos la mejor alternativa es una sana profundización del carácter escéptico castellano: mantenernos alertas ante todo el que venga a prometernos soluciones mágicas, además de mantenernos activos, unidos y organizados para defender nuestra mejor herencia que es la tierra legada por nuestros mayores.